Queridos ciberamigos, bienvenidos a este ambicioso y a la par modesto reportaje (la paradoja es nuestra bandera) en el que pretendemos mostrar los pasos a seguir para alcanzar la Divina Metamorfosis; de cómo el milagro se obra y la uva se transforma en vino. Por favor, tengan fe y confíen en la química, pero no intenten hacerlo en sus casas.
Si recuerdan, en el primer capítulo fuimos por la mañana a vendimiar y después nos dispersamos en una apetecible y armónica charla que nos llevó de la bodega al bar y del bar a la bodega (ver).
En el capítulo de hoy se verá cómo, tras una amena sobremesa llevada a cabo de espaldas al reloj, nos pusimos manos a la obra para echar al lago la uva que habíamos traído en el remolque.
He aquí los lagos modernos, depósitos de acero inoxidable donde se vierte la uva para iniciar el proceso de fermentación tumultuosa y alcohólica.
Vertida la uva sobre el depósito ya sólo queda igualar el contenido y dejar que el fruto comience el ya citado proceso de fermentación.
Pues, nada, lo dicho, a esperar. Y mientras, ¿qué? Pues vamos a echar un vino.
Como siempre, después de toda tarea, llega el descanso, la charla relajada, el chascarrillo y el vino. Se lubrican las lenguas y las mentes. Qué delicioso estado, amigos, qué sublime desinhibición. ¿Cómo puede caber tanta armonía en una copa?
Estáis todos bendecidos, caros amigos.
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